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Bruckner En Mayúsculas

Bruckner en mayúsculas

 

(Photo by Benno Hunziker)

By JOSUÉ BLANCO     MAR. 18, 2018

Pocas veces una sola obra llena la programación de un concierto, haciendo agudizar el ingenio de auditorios y artistas para hacer combinaciones de repertorio para llenar el programa. Sin embargo cuando hablamos de compositores como Wagner, Bruckner o Mahler sabemos que estamos delante de una velada intensa y de calidad musical; en esta ocasión esta gran obra fue la 8ª sinfonía de Anton Bruckner.

Justamente hace ahora un año que Salvador Mas nos trajo la 7ª sinfonía de Bruckner, que se presentó conjuntamente con una pequeña obra de Wagner: El Idilio de Siegfried. Cabe señalar que la 7ª sinfonía de Bruckner fue la primera gran sinfonía que le valió el merecido reconocimiento del público, todo y las excesivas críticas de los ambientes vieneses. Ante el éxito de esta sinfonía Bruckner finalizó el Te Deum y empezó la redacción de una nueva sinfonía que acabaría conformando su 8ª Sinfonía, la última en estar completa en su totalidad, dado que no le dio tiempo a concluir su 9ª sinfonía. Esta sinfonía ‒la octava‒, como la mayoría de las anteriores del autor, sufrió constantes cambios y modificaciones, fruto del carácter indeciso de Bruckner y de las críticas y sugerencias que le ofrecían amigos o directores como Hermann Levi, quien revisó crudamente el primer manuscrito. En consecuencia la interpretación que nos ofreció la OBC se trata de una versión revisada por el autor en 1890, tres años después de la composición de la misma, aún siendo esta la versión más interpretada.

Esta sinfonía lleva al máximo el lenguaje característico de Bruckner: un lenguaje armónico, rico, una estructura densa y claramente definida, un contrapunto medido y una orquestación poderosa y de contrastes. Además de la importancia de las pausas, el silencio como elemento estructural es un componente muy claro en esta obra y establece un reto en cualquier interpretación; Davis trató con extrema pulcritud esos tránsitos tan delicados. Estos elementos van tejiendo la trama de los diferentes movimientos, los habituales de cualquier sinfonía clásica o romántica, intercambiando de lugar el Adagio y el Scherzo, como tercer y segundo movimiento respectivamente. El Adagio se caracteriza por un carácter espiritual y un guiño al Tristan de Wagner; además introduce el motivo de la escala descendente que ilustra esa reflexión profunda impregnada de un sentimiento religioso. El movimiento más significativo y largo de la obra es el Finale: feierlich, nicht schnell (solemne, sin precipitación), un verdadero monumento musical, lleno de fuerza y potencia orquestal que contrasta con el carácter del do menor general de la obra; además en este último movimiento el autor se sirve de motivos de los tres movimientos anteriores para establecer una coda final de gran energía.

El estadounidense Dennis Russell Davis fue el encargado de dirigir tal hazaña. Un director de larga y probada experiencia, al que le debemos también encargos, estrenos y grabaciones a compositores contemporáneos tales como Philip Glass, John Cage, Arvo Pärt o Aaron Colpand entre otros. A esta empresa debemos añadir también la dirección de numerosas orquestas, entre ellas la Bruckner-Orchester Linz, la Orquesta de Cámara de Stuttgart o la Orquesta Sinfónica de la Radio vienesa, entre muchas otras. Su experiencia le permitió hacer justicia a la magnanimidad de Bruckner y presentar una interpretación colosal de la 8a sinfonía. Cabe destacar que, aunque en la mayoría de las obras de estilo wagneriano la sección más elogiada es el viento metal que encarna la brillantez, el esplendor y la intensidad de los momentos de mayor culminación, en esta ocasión fue principal el papel de la cuerda y en particular la sección de los bajos ‒violas, violonchelos y contrabajos‒ quienes aportaron musicalidad y plenitud.

La 8a sinfonía de Bruckner es un símbolo de la representación de la grandeza a la que se aspiraba en su época: grandeza que personificaba la realeza y, en esta ocasión concreta, Francisco José I de Austria, a quien dedicó la sinfonía. Sin duda, el compositor y organista austríaco lo consiguió e irguió una catedral musical de dimensiones hercúleas cuyas torres sorprenden y maravillan ‒el viento metal‒ pero que no podrían alzarse sin una base que las sostenga ‒la cuerda‒.

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